Los publicitarios somos gente sensata. Aunque a diario nos toque lidiar con briefings, contrabriefings, cambios y más cambios, que a veces nos ponen la cabeza como un bombo, somos gente responsable, consecuente y, sobre, todo muy críticos con el mundo que nos rodea.
Buena muestra de ello es mi discurso de hoy. Pero empecemos por el principio, señores.
Cuando uno entra en el mundo de la publicidad, hay muchas cosas que tiene asumidas de entrada. Uno sabe que éste no es un mundo fácil, que va a tener que aprender a lidiar con el estrés, que jamás logrará que sus padres y conocidos entiendan a qué se dedica, que acabará aceptando que la sociedad no siempre valora su trabajo, que aprenderá que los clientes a veces se cansan de sus agencias… sin embargo, hay otras cosas que, aunque una gran mayoría de los publicitarios también dé por hecho, a mí, personalmente, no dejan de sorprenderme.
Me refiero a la forma de negociar que tiene la publicidad. Ese tira y afloja constante que no se ve en otros sectores y que se ha convertido ya en nuestro pan de cada día.
Y es que, cada vez que toca preparar un concurso o una propuesta para un nuevo cliente, no puedo dejar de preguntarme: ¿en qué momento se cambiaron las tornas en la publicidad y empezamos a funcionar al contrario que el resto del mundo?
¿De quién fue la disparatada idea de concedernos a nosotros la tarea de adivinar, por arte de birlibirloque los presupuestos de nuestros clientes antes de proponerles una campaña o una estrategia digital?
Sí, sí, así funcionan las negociaciones en este mundillo, por lo menos en las agencias de marketing digital que conozco. Completamente a ciegas. Y claro, los que nos dedicamos a esto, a la fuerza, nos hemos tenido que convertir en unos auténticos ases de la adivinación. Tras una breve reunión, o unos minutos de charla telefónica, debemos adivinar el presupuesto del cliente y hacerle una propuesta que no supere su presupuesto real, pero que tampoco se quede muy lejos de la realidad.
Así de originales y temerarios somos. Y muchos pensarán, claro, pero es que era tan “mainstream” que el cliente valorara primero el presupuesto que tiene y después eligiera el servicio que necesita, en función de lo que puede permitirse… ¡Pues claro que lo es, así lo hace todo el mundo, porque es la forma más sensata de hacerlo!
Deteneos un momento a pensar en lo absurdo de este enfoque. Es como si yo le pido al agente de una inmobiliaria que me venda una casa, sin decirle primero cuál es mi presupuesto. Pues primero, le estaré haciendo una perrería al señor agente inmobiliario, y segundo, me dirá que no puede atenderme como es debido, porque si tengo de presupuesto 700€ me dirá que mejor piense en alquilar, si tengo 100.000€ me recomendará que me vaya a las afueras, porque por ese precio puedo conseguir algo mejor que en el centro de Madrid y si tengo 1.000.000€ me venderá encantado un ático con terraza en la calle Serrano.
Lo que no puede ser es que en publicidad nos venga un cliente y nos pida que le hagamos una propuesta a ciegas. Porque en publicidad pasa exactamente lo mismo que en otros sectores. En nuestro caso, si el cliente tiene 700€ le podemos recomendar una modesta estrategia en Redes Sociales, si tiene 100.000€ le podemos sugerir una pequeña inversión en medios y si tiene más de 1.000.000€ le animaremos a que haga un spot y que pida que se lo emitan en prime time, justo después de El Hormiguero.
Sin embargo, no, nosotros seguimos empeñados en jugar con la bola de cristal y así pasa lo que pasa. Que luego nos toca devanarnos los sesos tratando de cuadrar los números para no presentar una propuesta demasiado ambiciosa, no sea que el cliente no tenga tanto presupuesto, pero tampoco una tan ajustada que acabe haciéndonos perder dinero. Nos toca a nosotros dar con «el punto justo de soda», que decía el borrachín de polvorines…
Y es aquí cuando mi sentido común alza la voz y se pregunta ¿No sería más fácil que el cliente viniera con el presupuesto por delante y cada agencia pudiera decirle qué es capaz de hacer con ese dinero y cómo podría rentabilizarlo al máximo?
Pues no, señores, porque nos encantan los retos y aquí jugamos al mundo al revés.
Algo parecidamente absurdo sucede también con el tema de los concursos. Ese llamamiento que se hace a las agencias, con una suculenta cuenta como reclamo principal, para que se peguen por ser la elegida que los represente. Todo esto, gratis, por supuesto.
¿Os imagináis que el mundo funcionara así? ¿Qué tú pudieras ir a un restaurante, pedir varios platos de la carta, probarlos todos, y al final, cuando estuvieras relamiéndote los dedos, decidieras pagar sólo aquel que te ha gustado más?
Como mínimo te prohíben la entrada a ese restaurante para el resto de tu vida.
La verdad es que no hay que ser muy listo para ver el absurdo en esta forma de trabajar, además de lo discriminatoria que es esta opción, pues de esta forma, sólo pueden presentarse a este tipo de concursos agencias que tengan muchos recursos y puedan permitirse invertirlos de forma gratuita para una posibilidad entre un millón de ganar un nuevo cliente, o agencias que, aunque no pueden permitírselo, consiguen implicar a sus empleados al máximo y terminan echando horas extra no remuneradas con la ilusión de “tal vez” conseguir un nuevo cliente. Una pena, la verdad.
Los publicitarios somos gente sensata y precisamente por eso, hoy más que nunca, tenemos una importante batalla que ganar, la de restablecer el sentido común en los aspectos clave de nuestra profesión.
Dejemos de jugar a los adivinos e invirtamos nuestro tiempo en demostrar de lo que somos capaces. Nos irá mucho mejor.