Sólo de noche se sentía a salvo. La angustiosa carga de la responsabilidad diaria se diluía en la penumbra del atardecer dejando su alma libre durante unas horas. El miedo de no cumplir expectativas, el terror a la llamada del CEO y el pánico a fracasar que atenzaba sus pulmones durante el día, se desvanecían dejando tras de sí una frágil calma que le permitía arrastrarse hasta el final de otro día. La noche era su manto protector; el único momento en el que tenía la certeza de que nadie podría destruir su vida.
Allí estaba como cada tarde siguiendo compulsivamente la hora en su móvil, como para certificar que el anochecer que tenía ante sus ojos no era una ilusión. Las 21:08. «Podemos considerarnos a salvo», pensó mientras sentía como se desencajaba su espalda al evaporarse la carga, para poco a poco volver a respirar con normalidad. Una noche más dejó el movil boca abajo en la mesa del salón mientras se sentaba en el sofá. Era mero postureo hacia sí mismo, una ilusión de libertad, ya que aún lo miraría desconfiado una decena de veces más antes de acostarse. Estaba sometido a ese maldito aparato que encerraba el poder de acabar con una vida en un segundo. Pero a pesar de las miradas furtivas estaba a salvo; su vida, sus proyectos, sus sueños habían sobrevivido un día más.
Se llamaba Roberto y era director de marketing de una importante marca de productos cosméticos. Roberto era un buen profesional que se esforzaba día a día en mejorar los resultados de su empresa e impresionar a sus superiores y colegas. Últimamente no había estado muy acertado con sus campañas y sus productos se quedaban atrás en la selva del mercado. Cuando llegó a la compañía su marca era el depredador, un claro líder del sector. Ahora, aunque las despiadadas tablas de excel aún daban algo de cuartelillo, se habían convertido en presa. Examinaba obsesivamente todas las acciones y campañas de la competencia. Eran buenas, algunas espectaculares. Exhibían un fascinante dominio del branded content, el storytelling y las experiencias de marca. ¿Tendrían agencia creativa? ¿Quién sería? Sentía envidia. Y miedo. El maldito miedo.
Putos presupuestos. Hacía sólo 6 meses que había tenido una reunión con el Key Account Manager y la Directora Creativa de una pequeña pero potente agencia creativa. Pequeña, pero matona. Tenían todo lo que Roberto y su marca necesitaban: creatividad, experiencia, atrevimiento, contenidos, interactividad y encima le habían caído muy bien, algo no demasiado habitual. Se entendía con ellos. Les escribió un mail diciendo que le había parecido muy interesante su presentación y que estarían en contacto. Que no les contrató, vaya.
Sintió que era su deber decirles que no. El presupuesto de marketing online aún era ajustado en su empresa, los jefes todavía no se habían subido a la ola digital y sólo en los honorarios de la agencia se hubieran ido la mitad. Pensó que podrían hacer el doble de acciones si contrataba una agencia de marketing más económica y junto a su experiencia y conocimiento, podría suplir la diferencia. Y eso intentó.
Más o menos con aquella decisión comenzaron sus problemas de ansiedad. El día se volvió cruel y despiadado con sus sueños y la noche un refugio secreto, su parapeto ante la incertidumbre. Empezó a sentir escalofríos al pasar delante del despacho del CEO y a tomarse unos segundos para mentalizarse antes de abrir cada uno de sus mails o contestar sus llamadas. Mientras tanto las campañas y conceptos creativos se iban sucediendo sin pena ni gloria, acentuándo sus temores. Cada error, cada campaña imperfecta hacía la fantasía del monstruo de sus miedos un poco más real. Cada día de descenso en las ventas, se reflejaba un poco más en la mirada de sus compañeros y jefes.
Tenía la tarjeta de aquella agencia creativa delante de su ordenador, sobre su escritorio. Como el número de emergencias que se pega en la nevera para tenerlo siempre a mano. Creía tener claro por qué les había dicho que no, sin embargo estaba seguro de que todo habría sido diferente de no haberlo hecho. De que todo aún podía ser diferente. Esa pequeña tarjeta era una ventana con vistas a una vida paralela en la que él era feliz, libre de miedos, admirado por sus colegas y jefes. Continuamente observaba la tarjeta preguntándose si ya era el momento de reconnocer que se había equivocado y rectificar, si ya se encontraba ante una emergencia y podía justificarse así mismo el cambio de criterio. Mirar aquella tarjeta era terapéutico. Era capaz de proporcionarle unos segundos de paz, como si hubiera anochecido por un instante.
A pesar de querer llamar con todas sus fuerzas, internamente luchaba contra su argumento primigenio: con el coste de esta agencia tendría la mitad de dinero para realizar acciones. Aunque sabía que mejor menos campañas que funcionan que muchas que no valen para nada, una parte de sí seguía creyéndose capaz de aportar la magia que su agencia actual no le daba.
En ocasiones se preguntaba si no sería él una de esas personas con miedo al éxito, un adicto al fracaso. Quizás no llamaba porque una parte de sí no quería remontar estos resultados. O quizás no estaba preparado para reconocer que su estrategia inicial había fracasado. No estaba seguro de nada. ¿Será hoy el día de llamarles?
Mientras la ansiedad y la angustia se apoderaban de su vida al ritmo que se erosionaba la imagen de marca de sus productos, el nombre de aquella agencia se apoderó de su cabeza. Era la primera palabra que le venía a la cabeza por las mañanas y la última que le abandonaba por las noches: Brandóminus. Brandóminus, la agencia del gorila.
Aún no, aún puedo conseguirlo, se dijo de nuevo. Se lo tuvo que repetir varias veces para convencerse de dejar la tarjetita de la felicidad de nuevo sobre la mesa, tomar aire y resignarse a un nuevo día de angustia y miedo.
¿Continuará?